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lunes, 4 de mayo de 2015

Ortega y Gasset


El tema de nuestro tiempo


Capítulo X. LA DOCTRINA DEL PUNTO DE VISTA

Contraponer la cultura a la vida y reclamar para ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla no es hacer profesión de fe anticultural. Si se interpreta así lo dicho anteriormente, se practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los valores de la cultura; únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos se viene hablando exclusivamente de la necesidad que la vida tiene de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta necesidad, se sostiene aquí que la cultura no necesita menos de la vida. Ambos poderes -el inmanente de lo biológico y el trascendente de la cultura- quedan de esta suerte cara a cara, con iguales títulos, sin supeditación del uno al otro. Este trato leal de ambos permite plantear de una manera clara el problema de sus relaciones y preparar una síntesis más ente, lo dicho hasta aquí es sólo preparación para esa síntesis en que culturalismo y vitalismo, al fundirse, desaparecen.

Recuérdese el comienzo de este estudio. La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a la vida. Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían suficientes, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven a costa de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece esas obnubilaciones, como se ve con toda claridad en el sentido de ambas potencias litigantes, ni se aviene a aceptar que la verdad, que la justicia, que la belleza no existen, ni a olvidarse de que para existir necesitan el soporte de la vitalidad.

Aclaremos este punto concretándonos a la porción mejor definible de la cultura: el conocimiento. El conocimiento es la adquisición de verdades, y en la verdades se nos manifiesta el universo trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e invariables. ¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto? La respuesta del Racionalismo es taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y mañana -por tanto, ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra: historia.

La respuesta del relativismo no es menos taxativa. El conocimiento es imposible; no hay una realidad trascendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente modelado. Al entrar en él la realidad se deformaría, y esta deformación individual sería lo que cada ser tomase por la pretendida realidad.

Es interesante advertir cómo en estos últimos tiempos, sin común acuerdo ni premeditación, psicología, "biología" y teoría del conocimiento, al revisar los hechos de que ambas actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva manera de plantear la cuestión.

El sujeto, ni es un medio transparente, un “yo puro” idéntico e invariable, ni su recepción de la realidad produce en ésta deformaciones. Los hechos imponen una tercera opinión, síntesis ejemplar de ambas. Cuando se interpone un cedazo o retícula en una corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona, pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más ni más por ella, como acontecería al imaginario ente racional creado por las definiciones racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las demás cosas -fenómenos, hechos, verdades- quedan fuera, ignoradas, no percibidas.

Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se encuentra en la visión y en la audición. El aparato ocular y el auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos que queden más allá o más acá de ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su estructura vital influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere decir que su influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su interior y sabe de ellos.

Como son los colores y sonidos acontece con las verdades. La estructura psíquica de cada individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado de una forma determinada que permite la comprensión de ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para otras. Así mismo, para cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir, una retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigurosa afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa que todas las épocas y todos los pueblos han gozado su congrua porción de verdad, y no tiene sentido que pueblo ni época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos les hubiese cabido en el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto determinado en la serie histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto, con íntegra renuncia a la existencia.

Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se halla en el último, y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas puestas unas detrás se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno?. Evidentemente, no; tan real es el uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.

Lo que acontece con la visión corpórea se cumple igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento es desde un punto de vista determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.

Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica.

La individualidad de cada sujeto era el indominable estorbo que la tradición intelectual de los últimos tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su pretensión de conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes -se pensaba- llegarán a verdades divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no implica la falsedad de uno de ellos, Al contrario, precisamente porque lo que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su aspecto distinto del que otro percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino complemento. Si el universo hubiese presentado una faz idéntica a los ojos de un griego socrático que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el universo no tiene verdadera realidad, independiente de los sujetos. Porque esa coincidencia de aspecto ante dos hombres colocados en puntos tan diversos como son la Atenas del siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se trataba de una realidad externa a ellos, sino de una imaginación que por azar se producía idénticamente en dos sujetos.

Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo -persona, pueblo, época- es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere un dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada.

El error inveterado consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tornan, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la Única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde "lugar ninguno". El utopista -y esto ha sido en esencia el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.

Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tienen que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.

Cuando hoy miramos las filosofías del pasado, incluyendo las del último siglo, notamos en ellas ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta palabra en el estricto sentido que tiene cuando es referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué llamamos a éstos “primitivos”? ¿En qué consiste su primitivismo? En su ingenuidad, en su candor -se dice-. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad, cuál su esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el mundo desde su punto de vista -bajo el imperio de las ideas, valoraciones, sentimientos que le son privados-, pero cree que lo pinta según él es. Por lo mismo, olvida introducir en su obra su personalidad; nos ofrece aquélla como si se hubiera fabricado a si misma, sin intervención de un sujeto determinado, fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo. Nosotros, naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su individualidad y vemos, a la par, que él no la veía, que se ignoraba a si mismo y se creía una pupila anónima abierta sobre el universo. Esta ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora de la ingenuidad.

Mas la complacencia que el candor nos proporciona incluye y supone la desestima del candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio. Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma infantil, precisamente, porque nos sentimos superiores a ellos. Nuestra visión del mundo es mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas, encrucijadas, escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos éste como algo ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio al asomamos al universo del niño o del pintor primitivo vemos que es un pequeño circulo, perfectamente concluso y dominable, con un repertorio reducido de objetos y peripecias. La vida imaginaria que llevamos durante el rato de esa contemplación nos parece un juego fácil que momentáneamente nos liberta de nuestra grave y problemática existencia. La gracia del candor es, pues, la delectación del fuerte en la flaqueza del débil.

El atractivo que sobre nosotros tienen las filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de haber descubierto toda la verdad, la seguridad con que se asientan en fórmulas que suponen inconmovibles nos dan la impresión de un orbe concluso, definido y definitivo, donde ya no hay problemas, donde todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas por mundos tan claros y tan mansos. Pero cuando tomamos a nosotros mismos y volvemos a sentir el universo con nuestra propia sensibilidad, vemos que el mundo definido por esas filosofías no era, en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores. Lo que ellos interpretaban como límite del universo, tras el cual no había nada más, era sólo la línea curva con que su perspectiva cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiere curarse de ese inveterado primitivismo, de esa pertinaz utopía, necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo.

Ahora bien; la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose de la realidad universal. De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para captar la verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. De esta manera, aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible. La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta. Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera "razón absoluta" es el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros; nuestra verdad parcial es también verdad para Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que Dios, como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, al través de cuyas infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado.

Sostenía Malebranche que si nosotros conocemos alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad.


Por eso conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallarnos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo.

domingo, 26 de abril de 2015

Nietzsche


La Gaya Ciencia, Lib. V, parágrafos 343-346 



343. Lo que conlleva nuestra alegría.

El mayor acontecimiento reciente –que "Dios ha muerto", que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito– empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. Al menos, a unos pocos, dotados de una suspicacia bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para este espectáculo, les parece efectivamente que acaba de ponerse un sol, que una antigua y arraigada confianza ha sido puesta en duda. Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso, más extraño, "más viejo". Pero, en general, se puede decir que el acontecimiento en sí es demasiado considerable, demasiado lejano, demasiado apartado de la capacidad conceptual de la inmensa mayoría como para que se pueda pretender que ya ha llegado la noticia y, mucho menos aún, que se tome conciencia de lo que ha ocurrido realmente y de todo lo que en adelante se ha de derrumbar, una vez convertida en ruinas esta creencia por el hecho de haber estado fundada y construida sobre ella y, por así decirlo, enredado a ella. Un ejemplo lo proporciona nuestra moral europea en su totalidad. ¿Quién puede adivinar con suficiente certeza esta larga y fecunda sucesión de rupturas, de destrucciones, de hundimientos, de devastaciones, que hay que prever de ahora en más, para convertirse en el maestro y el anunciador de esta enorme lógica de terrores, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como no se ha producido nunca en este mundo?... ¿Por qué incluso nosotros, que adivinamos enigmas, nosotros, adivinadores natos, que en cierto modo vivimos en los montes esperando, situados entre el presente y el futuro, y tensos por la contradicción entre el presente y el futuro, nosotros, primicias, nosotros, primogénitos prematuros del próximo siglo, que ya deberíamos ser capaces de discernir las sombras que están a punto de envolver a Europa, miramos este oscurecimiento creciente sin sentirnos realmente afectados y, sobre todo, sin preocupamos ni temer por nosotros mismos? ¿Sufriremos demasiado fuerte quizás el efecto de las consecuencias inmediatas del acontecimiento? Estas consecuencias inmediatas no son para nosotros –en contra tal vez de lo que cabía esperar– de ninguna manera tristes, opacas ni sombrías; son más bien como una especie de luz, una felicidad, un alivio, un regocijo, una confortación, una aurora de un tipo nuevo difícil de describir... Efectivamente, los filósofos, los "espíritus libres", con la noticia de que el "viejo dios ha muerto" nos sentimos corno alcanzados por los rayos de una nueva mañana; con esta noticia, nuestro corazón rebosa de agradecimiento, admiración, presentimiento, espera. Ahí está el horizonte despejado de nuevo, aunque no sea aún lo suficientemente claro; ahí están nuestros barcos dispuestos a zarpar, rumbo a todos los peligros; ahí está toda nueva audacia que le está permitida a quien busca el conocimiento; y ahí está el mar, nuestro mar, abierto de nuevo, como nunca.

344. En qué sentido seguimos siendo también piadosos.

Se dice, con razón, que en la ciencia las convicciones no tienen carta de ciudadanía. Sólo cuando deciden descender modestamente al nivel de una hipótesis, a adoptar el punto de vista provisional de un ensayo experimental, de una ficción normativa, puede concedérseles acceso e incluso un cierto valor dentro del campo del conocimiento –con la limitación, no obstante, de quedar bajo la vigilancia policial de la desconfianza–. Pero si consideramos esto con mayor detenimiento, ¿no significa que la convicción no es admisible en la ciencia sino cuando deja de ser convicción? ¿No se inicia la disciplina del espíritu científico con el hecho de prohibirse de ahora en más toda convicción?... Es posible. Queda por saber si, para que pueda instaurarse esta disciplina, no hace falta ya una convicción tan imperativa y absoluta que sacrifique a ella todas las demás convicciones. Se ve que también la ciencia se funda en una creencia y que no existe ciencia "sin supuestos". La pregunta de si es necesaria la verdad no sólo tiene que haber sido respondida antes afirmativamente, sino que la respuesta debe ser afirmada de forma que exprese el principio, la creencia, la convicción de que "nada es tan necesario como la verdad y que en relación con ella, lo demás sólo tiene una importancia secundaria". ¿Qué es esta voluntad absoluta de verdad? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? En este sentido podría interpretarse, efectivamente, la voluntad de verdad, con la condición de que la subordinemos a la generalización "no quiero engañar", e incluso al caso particular "no quiero engañarme". Pero ¿por qué no engañar? Vemos cómo las razones del primer caso pertenecen a un campo completamente diferente de las del segundo; no queremos dejarnos engañar porque suponemos que es perjudicial, peligroso y nefasto ser engañado. En este sentido, la ciencia constituiría una perspicacia mantenida, una precaución, una utilidad a la que se le podría objetar; ¡cómo!, ¿el hecho de no querer dejarse engañar sería realmente menos perjudicial, menos peligroso y menos nefasto? ¿Qué saben previamente del carácter de la existencia para poder establecer si las mayores ventajas radican en la desconfianza absoluta o en la confianza absoluta? Pero en el caso de que ambas fueran indispensables, ¿de dónde tomaría la ciencia su creencia absoluta, esa convicción en la que se apoya, según la cual la verdad es más importante que cualquier otra cosa, es decir, más que cualquier otra convicción? No habría podido originarse esa convicción si la verdad y la no verdad demostraran ser útiles continuamente y al mismo tiempo, como sucede en realidad. Por consiguiente, la creencia en la ciencia, que indudablemente existe, no podría haberse originado en semejante cálculo de utilidad, sino que, por el contrario, nació a pesar del hecho de que la inutilidad y el peligro de la "voluntad de verdad", de la "voluntad a toda costa" se están demostrando constantemente. ¡Bien sabemos lo que significa "a toda costa", con la cantidad de creencias que inmolamos una tras otra en este altar! Por ende, "voluntad de verdad" no significa "no quiero dejarme engañar", sino —no hay otra alterativa— "no quiero engañar, ni quiero engañarme a mí mismo"; así, estamos en el terreno de la moral. Preguntémonos, entonces, seriamente, "¿Por qué no querer engañar?", cuando parece (¡y tanto que parece!) que la vida no está hecha más que para la apariencia, es decir, para el error, la impostura, el disimulo, el deslumbramiento y la ceguera voluntaria, cuando la vida se ha mostrado siempre de parte de los astutos menos escrupulosos. Semejante propósito podría ser explicado suavemente como una quijotada, como una pequeña locura entusiasta, aunque podría tratarse también de algo peor que un principio destructivo hostil a la vida... La "voluntad de verdad" podría ocultar una voluntad de muerte. De este modo, la pregunta "¿para qué la ciencia?", conduce a la cuestión moral "¿para qué sirve, en última instancia, la moral?", si la vida, la naturaleza y la historia son amorales. Sin duda alguna, el espíritu verídico, audaz y último que presupone la fe en la ciencia afirma al mismo tiempo otro mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia; si afirma ese "otro mundo", ¿no debe negar su contrario, este mundo, nuestro mundo?... Ya se habrá comprendido adónde quiero llegar; a que nuestra creencia en la ciencia sigue apoyándose también en una creencia metafísica, y a que quienes buscamos hoy el conocimiento, los sin dios y los antimetafísicos, encendemos nuestro fuego en la hoguera que ha levantado una creencia milenaria, que era también la de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, que la verdad es divina... Pero, ¿qué decir si esta idea se va desacreditando cada vez más, si todo deja de presentar un carácter divino y se revela como error, ceguera, falsedad, y si Dios mismo se muestra como nuestra mentira más largamente mantenida?

345. La moral como problema.

Por todas partes se percibe la falta de personalidad. Una personalidad debilitada, raquítica, apagada, que se niega a sí misma y reniega de sí misma, no sirve para ninguna tarea humana, y menos para la filosofía. El "desinterés" no tiene valor alguno ni en el cielo ni en la tierra. Todos los grandes problemas exigen un gran amor y sólo son capaces de él los espíritus poderosos, enteros, seguros y firmes en sus cimientos. Constituye una diferencia considerable que un pensador se dedique a sus problemas hasta el punto de ver en ellos su destino, su angustia y también su felicidad, o que, por el contrario, los aborde de una forma "impersonal", es decir, que sólo sepa abordarlos y captarlos con las antenas de un pensamiento frío y simplemente curioso. En este último caso, podemos estar seguros de que no conseguirá nada, pues los grandes problemas, aunque se dejen captar, no se dejan retener por las ranas y los impotentes; en esto consiste el buen gusto de los problemas —gusto que, por lo demás, comparten con las mujerzuelas valientes—. ¿A qué se debe, entonces, que no haya encontrado aún a nadie, ni siquiera en los libros, que haya adoptado una posición personal de esta forma respecto a la moral, que haya visto la moral como problema y dicho problema como su angustia, su tormento, su deleite, su pasión personal? Es plenamente evidente que hasta ahora la moral no ha sido un problema, sino más bien el terreno en el que tras las desconfianzas, los disensos y las contradicciones acaban todos entendiéndose mutuamente, el lugar sagrado de la paz donde los pensadores, extenuados por su propia naturaleza, descansaban, respiraban, recobraban vida. No veo a nadie que se haya atrevido a criticar los juicios de valor; busco inútilmente en este campo intentos emprendidos por la curiosidad científica, por la imaginación veleidosa y mimada de los psicólogos y de los historiadores, que anticipa fácilmente un problema y lo capta al vuelo, sin saber muy bien lo que acaba de agarrar. Apenas he encontrado unos inicios rudimentarios de una historia de los orígenes de estos sentimientos y de estas valoraciones (lo que difiere de una crítica de éstos y por supuesto de una historia de los sistemas éticos). Sólo en un caso hice todo lo que fue apropiado para estimular la inclinación y el talento hacia este tipo de historia, aunque hoy creo que fue en vano. Estos historiadores de la moral (principalmente los ingleses) son mentirosos, pues suelen sufrir ingenuamente la exigencia de una moral determinada, convirtiéndose, sin advertirlo, en sus defensores y en su escolta. Admiten, de este modo, ese prejuicio difundido en la Europa cristiana, tan ingenuamente repetido, según el cual la acción moral se caracteriza por el desinterés, la renuncia a uno mismo, el sacrificio personal, el sentimiento de solidaridad, la compasión, la piedad. El fallo habitual de sus hipótesis consiste en afirmar no sé qué pacto de los pueblos, al menos de los pueblos domesticados, respecto a ciertos preceptos de moral, y en concluir determinando la obligación absoluta de éstos para cada uno de nosotros; o, por el contrario, tras haber aceptado la verdad de que las valoraciones difieren necesariamente según los pueblos, concluir en la ausencia de obligación de toda moral; ambas conclusiones son pueriles. Los más sutiles de estos historiadores cometen el defecto consistente en que cuando descubren y critican las opiniones, tal vez insensatas, de un pueblo respecto a su propia moral o las de los hombres respecto a toda moral humana, o bien lo relativo al origen de ésta última, sus sanciones religiosas, la superstición del libre albedrío y otras cosas por el estilo, se imaginan que con eso han criticado a la moral misma. Pero el valor de un precepto como "debes" es muy diferente e independiente de semejantes opiniones acerca del mismo precepto y de la cizaña de error que haya podido invadirlo, del mismo modo que la eficacia de una medicina es totalmente independiente de las opiniones que el enfermo tenga de ella, de que posea conocimientos científicos o prejuicios de anciana. Una moral puede haber nacido muy bien de un error; esta constatación ni siquiera ha abordado el problema de su valor. Nadie hasta ahora ha examinado, entonces, el valor de la más famosa de las medicinas, llamada moral. Esto exigiría ante todo decidirse a poner en cuestión este valor. ¡Pues bien! ¡En esto precisamente consiste nuestra empresa!

346. Nuestro interrogante.


Pero, ¿es eso lo que no entienden? Realmente costará trabajo entendernos. Buscamos palabras y quizás buscamos también oídos. ¿Quiénes somos, entonces? Si quisiéramos simplemente denominarnos con términos antiguos como ateos, incrédulos o incluso inmorales, estaríamos lejos de creer que nos hemos definido, pues somos esas tres cosas a la vez en una etapa demasiado tardía; así se comprende, comprenden ustedes, señores curiosos, lo que sentimos en el alma siendo eso. ¡No es la amargura ni la pasión del hombre desenfrenado que hace de su falta de fe una creencia, un fin y un martirio! Hemos sido afilados, nos hemos vuelto fríos y duros a fuerza de reconocer que nada de lo que sucede aquí abajo ocurre de forma divina y que, según los criterios humanos, ni siquiera pasa de un modo razonable, misericordioso y equitativo. Sabemos que el mundo en el cual vivimos no es divino, inmoral, "inhumano"; lo hemos interpretado durante demasiado tiempo de manera falsa y mentirosa, pero según nuestros deseos y nuestra voluntad de veneración, es decir, según una necesidad. ¡Pues el hombre es un animal que venera! Pero también es desconfiado. Lo más cierto de todo lo que captó nuestra desconfianza es que el mundo no vale lo que hemos creído que valía. Tanta desconfianza, tanta filosofía. Evitamos sin duda decir que el mundo tiene menos valor, hasta nos parece risible hoy que el hombre pretenda inventar valores que deban superar el valor del mundo real. Nos hemos desengañado de esto como de una aberración exuberante de la vanidad y de la sinrazón humanas, que durante mucho tiempo no ha sido reconocida en cuanto tal. Ha tenido su última expresión en el pesimismo moderno, y otra más antigua y más fuerte en la doctrina de Buda; pero también la contiene el cristianismo, bajo una forma más dudosa, es cierto, más equívoca, pero no por ello menos fascinante. En cuanto a esta actitud, "el hombre contra el mundo", el hombre como principio "negador del mundo", el hombre como medida de valor de las cosas, como juez del universo que llega a poner la vida misma en el platillo de su balanza y la calcula demasiado liviana; pues bien, hemos tomado conciencia del prodigioso mal gusto que supone toda esta actitud y nos repugna. Por eso nos reímos en cuanto vemos al "hombre y al mundo", puestos uno al lado del otro, separados por la sublime pretensión de la partícula "y". Pero, ¿qué sucede? Al reírnos, ¿no habremos dado un paso de más en el desprecio del hombre y, por consiguiente, también en el pesimismo, en el desprecio de la existencia que nos es cognoscible? ¿No habríamos caído por ello mismo en la sospecha de una contradicción, de la contradicción entre este mundo donde hasta ahora teníamos la sensación de estar en casa con nuestras veneraciones –veneraciones en virtud de las cuales tal vez soportábamos la vida–, y un mundo que no es otro que nosotros mismos? Habríamos caído, así, en la sospecha inexorable, extrema, definitiva respecto a nosotros mismos; sospecha que ejerce de forma cada vez más cruel su dominio sobre los europeos y que podría fácilmente poner a las generaciones futuras ante esta espantosa alternativa: "¡O suprimen sus veneraciones, o se suprimen ustedes mismos!" El último término sería el nihilismo; ¿pero no sería nihilismo también el primero? Este es nuestro interrogante.

lunes, 6 de abril de 2015

Marx


La ideología alemana. Introducción, Apartado A, [1] HISTORIA

Obtenido de:
http://www.educa2.madrid.org/web/educamadrid/principal/files/62390901-1ef6-4f8e-8424- e9fcf2bad070/texto%20de%20lectura-Marx.pdf?t=1378908077165

Tratándose de los alemanes, situados al margen de toda premisa, debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para asegurar la vida de los hombres. Y aun cuando la vida de los sentidos se reduzca al mínimo, a lo más elemental, como en San Bruno, este mínimo presupondrá siempre, necesariamente, la actividad de la producción. Por consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica, es observar este hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance y colocarlo en el lugar que le corresponde. Cosa que los alemanes, como es sabido, no han hecho nunca, razón por la cual la historia jamás ha tenido en Alemania una base terrenal ni, consiguientemente, ha existido nunca aquí un historiador. Los franceses y los ingleses, aun cuando concibieron de un modo extraordinariamente unilateral el entronque de este hecho con la llamada historia, ante todo mientras estaban prisioneros de la ideología política, hicieron, sin embargo, los primeros intentos encaminados a dar a la historiografía una base materialista, al escribir las primeras historias de la sociedad civil, del comercio y de la industria.

Lo segundo es que la satisfacción de esta primera necesidad, la acción de satisfacerla y la adquisición del instrumento necesario para ello conduce a nuevas necesidades, y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico. Y ello demuestra inmediatamente de quién es hija espiritual la gran sabiduría histórica de los alemanes, que, cuando les falta el material positivo y no vale chalanear con necedades políticas ni literarias, no nos ofrecen ninguna clase de historia, sino que hacen desfilar ante nosotros los “tiempos prehistóricos”, pero sin detenerse a explicarnos cómo se pasa de este absurdo de la “prehistoria” a la historia en sentido propio, aunque es evidente, por otra parte, que sus especulaciones históricas se lanzan con especial fruición a esta “prehistoria” porque en ese terreno creen hallarse a salvo de la injerencia de los “toscos hechos” y, al mismo tiempo, porque aquí pueden dar rienda suelta a sus impulsos especulativos y proponer y echar por tierra miles de hipótesis.

El tercer factor que aquí interviene de antemano en el desarrollo histórico es el de que los hombres que renuevan diariamente su propia vida comienzan al mismo tiempo a crear a otros hombres, a procrear: es la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos, la familia. Esta familia, que al principio constituye la única relación social, más tarde, cuando las necesidades, al multiplicarse, crean nuevas relaciones sociales y, a su vez, al aumentar el censo humano, brotan nuevas necesidades, pasa a ser (salvo en Alemania) una relación secundaria y tiene, por tanto, que tratarse y desarrollarse con arreglo a los datos empíricos existentes, y no ajustándose al “concepto de la familia” misma, como se suele hacer en Alemania.

Por lo demás, estos tres aspectos de la actividad social no deben considerarse como tres fases distintas, sino sencillamente como eso, como tres aspectos o, para decirlo a la manera alemana, como tres “momentos” que han existido desde el principio de la historia y desde el primer hombre y que todavía hoy siguen rigiendo en la historia.

La producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble relación: de una parte, como una relación natural, y de otra como una relación social; social, en el sentido de que por ella se entiende la cooperación de diversos individuos, cualesquiera que sean sus condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin. De donde se desprende que un determinado modo de producción o una determinada fase industrial lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación o una determinada fase social, modo de cooperación que es, a su vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, la “historia de la humanidad” debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y del intercambio.

Pero, asimismo es evidente que en Alemania no se puede escribir este tipo de historia, ya que los alemanes carecen, no sólo de la capacidad de concepción y del material necesarios, sino también de la “certeza adquirida” a través de los sentidos, y que de aquel lado del Rin no es posible reunir experiencias, por la sencilla razón de que allí no ocurre ya historia alguna. Se manifiesta, por tanto, ya de antemano, una conexión materialista de los hombres entre sí, condicionada por las necesidades y el modo de producción y que es tan vieja como los hombres mismos; conexión que adopta constantemente nuevas formas y que ofrece, por consiguiente, una “historia”, aun sin que exista cualquier absurdo político o religioso que también mantenga unidos a los hombres.

Solamente ahora, después de haber considerado ya cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones históricas originarias, caemos en la cuenta de que el hombre tiene también “conciencia”. Pero, tampoco ésta es de antemano una conciencia “pura”. El “espíritu” nace ya tarado con la maldición de estar “preñado” de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás hombres. Donde existe una relación, existe para mí, pues el animal no se “comporta” ante nada ni, en general, podemos decir que tenga “comportamiento” alguno. Para el animal, sus relaciones con otros no existen como tales relaciones. La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos. La conciencia es, ante todo, naturalmente, conciencia del mundo inmediato y sensible que nos rodea y conciencia de los nexos de los nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio se enfrenta al hombre como un poder absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable, ante el que los hombres se comportan de un modo puramente animal y que los amedrenta como al ganado; es, por tanto, una conciencia puramente animal de la naturaleza (religión natural).

Inmediatamente, vemos aquí que esta religión natural o este determinado comportamiento hacia la naturaleza se hallan determinados por la forma social, y a la inversa. En este caso, como en todos, la identidad entre la naturaleza y el hombre se manifiesta también de tal modo que el comportamiento limitado de los hombres hacia la naturaleza condiciona el limitado comportamiento de unos hombres para con otros, y éste, a su vez, su comportamiento limitado hacia la naturaleza, precisamente porque la naturaleza apenas ha sufrido aún ninguna modificación histórica. Y, de otra parte, la conciencia de la necesidad de entablar relaciones con los individuos circundantes es el comienzo de la conciencia de que el hombre vive, en general, dentro de una sociedad. Este comienzo es algo tan animal como la propia vida social en esta fase: es simplemente, una conciencia gregaria y, en este punto, el hombre sólo se distingue del carnero por  cuanto su conciencia sustituye al instinto o es el suyo un instinto consciente. Esta conciencia gregaria o tribal se desarrolla y perfecciona después, al aumentar la producción, al acrecentarse las necesidades y al multiplicarse la población, que es el factor sobre que descansan los dos anteriores. De este modo se desarrolla la división del trabajo, que originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto sexual y, más tarde, de una división del trabajo introducida de un modo “natural” en atención a las dotes físicas (por ejemplo, la fuerza corporal), a las necesidades, las coincidencias fortuitas, etc. etc. La división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual. Desde este instante, puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente,  que representa realmente algo sin representar algo real; desde este instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la teoría “pura”, de la teología “pura”, la filosofía y la moral “puras”, etc. Pero, aun cuando esta teoría, esta teología, esta filosofía, esta moral, etc., se hallen en contradicción con las relaciones existentes, esto sólo podrá explicarse porque las relaciones sociales existente se hallan, a su vez, en contradicción con la fuerza productiva existente; cosa que, por lo demás, dentro de un determinado círculo nacional de relaciones, podrá suceder también a pesar de que la contradicción no se dé en el seno de esta órbita nacional, sino entre esta conciencia nacional y la práctica de otras naciones; es decir, entre la conciencia nacional y general de una nación. Por lo demás, es de todo punto indiferente lo que la conciencia por sí solo haga o emprenda, pues de toda esta escoria sólo obtendremos un resultado, a saber: que estos tres momentos, la fuerza productora, el estado social y la conciencia, pueden y deben necesariamente entrar en contradicción, entre sí, ya que, con la división del trabajo, se da la posibilidad, más aún, la realidad de que las actividades espirituales y materiales, el disfrute y el trabajo, la producción y el consumo, se asignan a diferentes individuos, y la posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente en que vuelva a abandonarse la división del trabajo. Por lo demás, de suyo se comprende que los “espectros”, los “nexos”, los “entes superiores”, los “conceptos”, los “reparos”, no son más que la expresión espiritual puramente idealista, la idea aparte del individuo aislado, la representación de trabas y limitaciones muy empíricas dentro de las cuales se mueve el modo de producción de la vida y la forma de intercambio congruente con él.

Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en diversas familias contrapuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, latente en la familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya aquí corresponde perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros. Por lo demás, división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos: uno de ellos dice, referido a la esclavitud, lo mismo que el otro, referido al producto de ésta.

La división del trabajo lleva aparejada, además, la contradicción entre el interés del individuo concreto o de una determinada familia y el interés común de todos los individuos relacionados entre sí, interés común que no existe, ciertamente, tan sólo en la idea, como algo “general”, sino que se presenta en la realidad, ante todo, como una relación de mutua dependencia de los individuos entre quienes aparece dividido el trabajo. Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en una sociedad natural, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. Esta plasmación de las actividades sociales, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una  barrera ante nuestra  expectativa y destruye  nuestros  cálculos, es  uno de  los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico anterior, y precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el interés común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, como una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre todas las demás.

De donde se desprende que todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases (de lo que los historiadores alemanes no tienen ni la más remota idea, a pesar de habérseles facilitado las orientaciones necesarias acerca de ello en los Anales Franco-Alemanes y en La Sagrada Familia). Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda la forma de la sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en el primer momento se ve obligada.

Precisamente porque los individuos sólo buscan su interés particular, que para ellos no coincide con su interés común, y porque lo general es siempre la forma ilusoria de la comunidad, se hace valer esto ante su representación como algo “ajeno” a ellos e “independiente” de ellos, como un interés “general” a su vez especial y peculiar, o ellos mismos tienen necesariamente que enfrentarse en esta escisión, como en la democracia. Por otra parte, la lucha práctica de estos intereses particulares que constantemente y de un modo real se enfrentan a los intereses comunes o que ilusoriamente se creen tales, impone como algo necesario la interposición práctica y el refrenamiento por el interés “general” ilusorio bajo la forma del Estado. El poder social, es decir, la fuerza de producción multiplicada, que nace por obra de la cooperación de los diferentes individuos bajo la acción de la división del trabajo, se les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación voluntaria, sino natural, no como un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al margen de ellos, que no saben de dónde procede ni a dónde se dirige y que, por tanto, no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y de los actos de los hombres que incluso dirige esta voluntad y estos actos. Con esta “enajenación”, para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder “insoportable”, es decir, en un poder contra el que hay que sublevarse, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente “desposeída” y, a la par con ello, en contradicción con un mundo existente de riquezas y de cultura, lo que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (que entraña ya, al mismo tiempo, una existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en la vida puramente local de los hombres) constituye también una  premisa  práctica  absolutamente  necesaria,  porque  sin  ella  sólo  se  generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la inmundicia anterior; y, además, porque sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual, por una parte, el fenómeno de la masa “desposeída” se produce simultáneamente en todos los pueblos  (competencia  general),  haciendo  que cada  uno de ellos  dependa de  las conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales, empíricamente mundiales, en vez de individuos locales. Sin esto, 1º el comunismo sólo llegaría a existir como fenómeno local; 2º las mismas potencias del intercambio no podrían desarrollarse como potencias universales y, por tanto, insoportables, sino que seguirían siendo simples “circunstancias” supersticiosas de puertas adentro, y 3º toda ampliación del intercambio acabaría con el comunismo local.

El comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción “coincidente” o simultánea de los pueblos dominantes, lo que presupone el desarrollo universal de las fuerzas productivas y el intercambio universal de las fuerzas productivas y el intercambio universal que lleva aparejado. ¿Cómo, si no, podría la propiedad, por ejemplo, tener una historia, revestir diferentes formas, y la propiedad territorial, supongamos, según las diferentes premisas existentes, presionar en Francia para pasar de la parcelación a la centralización en pocas manos y en Inglaterra, a la inversa, de la concentración en pocas manos a la parcelación, como hoy realmente estamos viendo? ¿O cómo explicarse que el comercio, que no es sino el intercambio de los productos de diversos individuos y países, llegue a dominar el mundo entero mediante la relación entre la oferta y la demanda –relación que, como dice un economista inglés, gravita sobre la tierra como el destino de los antiguos, repartiendo con mano invisible la felicidad y la desgracia entre los hombres, creando y destruyendo imperios, alumbrando pueblos y haciéndolos desaparecer-, mientras que, con la destrucción de la base, de la propiedad privada, con la regulación comunista de la producción y la abolición de la actitud en que los hombres se comportan ante sus propios productos como ante algo extraño a ellos, el poder de la relación de la oferta y la demanda se reduce a la nada y los hombres vuelven a hacerse dueños del intercambio, de la producción y del modo de su mutuo comportamiento?

Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente. Por lo demás, la masa de los simples obreros –de la fuerza de trabajo excluida en masa del capital o de cualquier satisfacción, por limitada que ella sea- y, por tanto, la pérdida no puramente temporal de este mismo trabajo como fuente segura de vida, presupone, a través de la competencia, el mercado mundial. Por tanto, el proletariado sólo puede existir en un plano histórico-mundial, lo mismo que el comunismo, su acción, sólo puede llegar a cobrar realidad como existencia histórico-universal. Existencia histórico-universal de los individuos, es decir, existencia de los individuos directamente vinculada a la historia universal.

La forma de intercambio condicionada por las fuerzas de producción existentes en todas las fases históricas anteriores y que, a su vez, las condiciona es la sociedad civil, que, como se desprende de lo anteriormente expuesto, tiene como premisa y como fundamento la familia simple y la familia compuesta, lo que suele llamarse la tribu, y cuya naturaleza queda precisada en páginas anteriores. Ya ello revela que esta sociedad civil es el verdadero hogar y escenario de toda la historia y cuán absurda resulta la concepción histórica anterior que, haciendo caso omiso de las relaciones reales, sólo mira, con su limitación, a las acciones resonantes de los jefes y del Estado. La sociedad civil abarca todo el intercambio material de los individuos, en una determinada fase de desarrollo de las fuerzas productivas. Abarca toda la vida comercial e industrial de una fase y, en este sentido, trasciende de los límites del Estado y de la nación, si bien, por otra parte, tiene necesariamente que hacerse valer al exterior como nacionalidad y, vista hacia el interior, como Estado. El término de sociedad civil apareció en el siglo XVIII, cuando ya las relaciones de propiedad se habían desprendido de los marcos de la comunidad antigua y medieval. La sociedad civil en cuanto tal sólo se desarrolla con la burguesía; sin embargo, la organización social que se desarrolla directamente basándose en la producción y el intercambio, y que forma en todas las épocas la base del Estado y de toda otra superestructura idealista, se ha designado siempre, invariablemente, con el mismo nombre.


Traducción de Wenceslao Roces, Grijalbo, Barcelona, 1974.

martes, 10 de marzo de 2015

Rousseau


Contrato social. Libro Primero, caps. 6 -7 


CAPÍTULO VI. Del pacto social


Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.

Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:

“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, unndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social.

Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jas hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera esn tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.

Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.

Es s: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo s perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación advendría necesariamente tiránico o vana.

En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y s fuerza para conservar lo que se tiene.

Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con que se reduce a los rminos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo.

Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que a se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de República o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; Soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se llaman en particular Ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y Súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos rminos se confunden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión.


CAPÍTULO VII. Del soberano

Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del Soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al Soberano. Mas no puede aplicarse aquí la xima del derecho civil de que nadie se atiene a los compromisos contrdos consigo mismo; porque hay mucha diferencia entre obligarse con uno mismo o con un todo de que se forma parte.

Es preciso hacer ver, ades, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede por la razón contraria obligar al Soberano para con él mismo, y, por tanto, que es contrario a la naturaleza del cuerpo potico que el soberano se imponga una ley que no puede infringir. No sndole dable considerarse s que bajo una sola y misma relación, se encuentra en el caso de un particular que contrata consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo que respecta al extranjero, es un simple ser, un individuo.

Pero el cuerpo potico o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato, no puede nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como el de enajenar alguna parte de mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería aniquilarlo, y lo que no es nada no produce nada.

Tan pronto como esta multitud se ha reunido a en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble relación todas las ventajas que dependan de ella.

Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.

Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad.

En efecto, cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida se menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra citamente este compromiso: que lo por puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general se obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obliga a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la quina potica y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los s enormes abusos.